La tierra donde viven los suicidas
En 1987 el psiquiatra cordobés Antonio García López elaboró una tesis sobre el triángulo de los suicidios en «Iznájar, Lucena y Rute», demostrando que existía un índice superior de suicidios en las tres localidades (Lucena y Rute duplicaban la media nacional y que Iznájar lo sextuplicaba), se han intentado buscar explicaciones tanto factores biológicos, psicológicos como ambientales, sin llegar a una conclusión clara sobre las causas de esta incidencia.


Existen varios casos en mi familia y durante toda mi vida he escuchado el caso de alguien que "se ha quitado la vida ahorcándose o tirándose por el puente de las golondrinas (en la antigua carretera que unen Rute e Iznájar)"
Copio y pego un artículo publicado inicialmente en la edición impresa de "El Pais" por Sebastián Cuevas, y que me ha resultado de lo más interesante.
Tres suicidas
en una misma familia, el ceremonial de asesinar a dos vértices de un triángulo
amoroso y volarse los sesos en el tercero, el hecho de que perderse,
desaparecer, casi siempre equivale a quitarse la vida en el pantano o la
montaña, son noticias y convicciones habituales en Iznájar, un pueblo cordobés
en el enclave de esta provincia con las de Granada y Málaga. La afirmación
psiquiátrica de que el suicidio es contagioso y que tras una muerte en el
pueblo seguirá otra, el carácter espiritual -depresivo, melancólico- de las
gentes que viven en estos parajes, crean una turbación especial, que nace de
una enfermedad intangible: una especie de wertherismo que llama a la muerte
desde las profundidades del pantano, la soledad de la montaña, la rama de un
olivo. Ésta es una tierra donde viven los suicidas.
"Cuando en Iznájar o en sus aledaños hay un suicidio, las gentes temen
que pueda producirse en los días subsiguientes algún otro; efectivamente,
parece comprobarse el hecho de que el suicidio es contagioso". Este es el
juicio de Carlos Castilla del Pino al comentar el último suicidio ocurrido en
la localidad cordobesa de Iznájar la noche de san José, cuando Juan Páez subió
a la montaña con su compañera, la víspera de si boda, y, tras privar a ésta de
la vida, se suicidó. De antiguo, cuenta el sargento del puesto de la Guardia
Civil del pueblo, la gente se quitaba la vida ahorcándose. Ahora, desde 1957,
con el pantano...Luego está el extraño caso de cierta oscura llamada por
lugares, cerros, el propio pantano. Desde lejos, Lucena, por ejemplo, se
conocen casos de gente que ha llegado a Iznájar a sumergirse en la lámina de la
presa. La casa ante la que se quitaron la vida Juan y Ana María -porque en el
pueblo se cree que la doble muerte fue pactada entre ambos-, situada en lo alto
de la montaña, al cabo del camino, ha sido escenario, con éstos, de tres
suicidios y dos muertes más. Enfrente, un campesino acabó con la vida de su.
esposa y la de un zagal que tenían recogido y luego se levantó de un tiro la
tapa de los sesos.
Hay, entre los 7.000 habitantes de Iznájar, de ellos la mitad dispersos por
las aldeas, una cotidianidad con el suicidio, una comprensión estoica, como la
convicción del derecho a salir de la vida "como se sale de una habitación
llena de jumo", que gráficamente definía un viejo
lugareño.
Ciertamente, todos los testimonios recogidos en las aldeas atestiguan que
ésta es una tierra donde está peor vista la frustración del intento que el
propio suicidio. Hay un cierto alarde al contar cómo un joven se amarró a la
moto, la puso en marcha y se precipitó con ella en el pantano. Es ésta una
tierra iniciática, mística, morisca, judía, solitaria, tierra, en suma, de
depresión y de aguardiente de Rute, que se bebe en no pequeños vasos hasta el
mediodía.
Para Castilla del Pino, la clave está en la depresión. Hay comunidades
depresivas, como las hay ansiosas. Otras atribuciones pueden contribuir, aunque
no determinantemente: la soledad, la morbosa complacencia en la melancolía, la
propia nobleza y sensibilidad de las gentes, el intento religioso de restaurar
el orden de la propia conciencia, un palpable wertherismo romántico
que, como en el caso del patético protagonista de Goethe, lleva a las gentes al
borde de una sima, de un pantano, del cañón de una pistola.
Esta gente acostumbra a sentarse, al comienzo de la primavera, a ver el
espectáculo del crecimiento de las sementeras. Para asistir a este concierto
del cereal y el espíritu hacen falta unos lazos muy fuertes con la tierra.
En el enclave que fue frontera entre nazaritas y cristianos, cruz donde se
juntan hoy las provincias de Córdoba, Granada y Málaga, sobre las escarpadas
tierras altas de Iznájar, vive una comunidad de serranos entre los que no es
noticia tomar la decisión inapelable de "quitarse la vida". Para Castilla
del Pino, que fue quien primero aportó el dato a la literatura psiquiátrica, la
tasa de suicidios es tres veces más alta que la media nacional en este
triángulo formado por los pueblos de Lucena-Rute-Iznájar, en el rincón de la
Subbética cordobesa.
A las siete de la tarde del día de san José, en el bar Los Pajaritos, de la
aldea de Fuente del Conde, Juan Espinar Ortiz, camionero de 33 años, detuvo su
Seat 127 y, dejando en su interior a su novia-compañera-esposa, Ana María Ortiz,
pidió a la hija del Mojino, el
dueño del negocio, un cubalibre. Con una ojeada sobre la parroquia buscó un
compañero con quien beber y le invitó. En el laderón de la antefachada, Ana
María se distraía oyendo la radio en el coche. A las diez de la mañana del día
siguiente, domingo, iban a contraer matrimonio en la parroquia de Iznájar.
Acababan de dejar en unas casuchas más abajo, el hogar materno, a los invitados
a la boda.
"Esta es una tierra de mucha espiritualidad, no sólo religiosa, sino
mística, iniciática", decía días más tarde el médico titular, José
Gutiérrez. "Aquí los suicidas frustrados aducen que se les han aparecido
los parientes difuntos, generalmente de muerte violenta, en un olivo, en el
pantano..., y les invitan a quitarse la vida porque ''aquí se vive muy a gusto'".
En la familia de Juan ya se han dado dos suicidios. Y dos extrañas muertes
súbitas. Su padre se quedó en el camino una noche que subía al cerro Manchel,
en cuya última cumbre moraban de antiguo, donde terminan los escarpes y aparece
un horizonte de campiñas. Su hermano, Frasco, se murió comiendo, y la sopa le
resbaló de la cuchara que utilizaba. José Pacheco, un antiguo novio de su
hermana Filomena, se ahorcó una noche en un chaparro al salir de pelar la pava
de la solitaria casona del cerro Manchel, por las chozas de Magán. Filomena le
guardó el luto habitual. Luego encontró un hombre y se casó. Tuvo un varón y
una hembra. Se mudaron a una choza a la chirga de la carretera de Lucena a
Loja, donde Filomena se colgó de una viga.
La choza está cerca del bar de Mojino, donde el día de san José su hermano
Juan intenta convencer a su amigo Juan Páez a irse de juerga para celebrar la despedía de soltero. Tres amigos rehusaron
acompañar a Juan de copas. Bebidos dos cubalibres, regresó al 127 con Ana Mari
y se perdieron. Habían almorzado en Ventorros de Valerma, otra aldea entre
Fuente del Conde y Loja, término también de Iznájar, donde la familia de Ana
María tiene una tienda frente a la pequeña ermita ante la que paran las alsinas (autobuses de línea) que llevan gentes de
aldea en aldea. "Dijeron que se iban a la fuente". La boda era el
domingo a la diez de la mañana. "Hemos venío porque se iban
a echar las bendiciones", dice la hermana mayor, Micaela, que vive en la
capital. "Nos acostamos al ver que tardaban, pensamos que estarían
durmiendo en Ventorros. Por la mañana, al llegar la hora de la boda, nos
empezamos a preocupar; fuimos a Iznájar, a Ventorros, a Loja. Un zagal que
sulfataba los olivos en el cerro Manchel descubrió los cadáveres ante los
ladridos de sus perros. Estaban los dos juntos, tendidos en el suelo, ante la
vieja casa que había sido escenario de tantas muertes violentas.
La nacencia de las
sementeras
Juan había intentado en vano encontrar un compañero. Alguien que le
quitara, con ocasión de las copas, la voluntad de la cabeza. Tres días antes
habían subido el duro y estrecho camino entre las chozas de Magán, que termina
ante la casa familiar semiderruida en el cerro Manchel. Llevó a la matriarca
Filomena, a su nietecita, la hija de su hermana la suicida, a su
novia-compañera-esposa Ana María y a su vieja e inseparable escopeta de
repetición. "Subimos todos a ver los pujares, la nacencia de las
sementeras, que desde arriba, por san José, se pierden de verde hasta
grana", contaba la vieja Filomena con su pañuelo negro tapándole hasta la
última guedeja del pelo blanco. Vieron surgir la primavera. Abajo, cerca de los
arroyos que se desgranan en el Genil, en el pantano, donde ya se han suicidado
nueve iznajeños; por las huertas, los membrillos y nogales son como blancas
sábanas de flor. Los habares levantan blancas y negras mariposas inmóviles. La
primavera, los pujares, durmió aquel día los gatillos. Pero... la tarde noche
de san José, llegados al altozano de la cumbre -"se tuvieron que poner de acuerdo,
porque ella no juyó"-, el viejo ritual de los
depresivos se apoderó de todo lo que cubría la oscureciente bóveda de los
cielos. Tierras moriscas. Tierras que andan en coplas por la majeza de los
hombres, por los que "se mueren de pena las mocitas de sierra Morena -de
Puente Genil a Lucena, de Loja a Benamejí-.Juan debió de disparar a bocajarro.
Le voló todo el rostro de la barbilla para arriba.
Al día siguiente, los hermanos recogerían en una bolsa de plástico los
sesos dispersos como la proyección de la cola de una cometa sobre el campo
donde florecían -pujaban- espárragos, candilillos morados y caléndulas. Juan
recogió el pelo de Ana María y le acicaló con él el irreconocible rostro.
Alineó sus pies sobre la yerba, dobló sus brazos sobre el vientre y alisó la
falda por el pudor de los muertos. Habían sido novios por años. Luego riñeron.
Las aldeas próximas sirvieron para que Juan, que andaba en juergas y algún que
otro momento, comprobara la fidelidad de Ana María. Él contaba, ya 33 años,
ella 29. La hija del tendero, como la de Juan Alba, por las coplas, se iba a
meter a monja. Y el día de la nieve, por Carnaval, llegó Juan y se la llevó. Se
fueron a Córdoba, a casa de su hermana Matilde. Le compró ropas porque llevó lo
puesto. Estuvieron tres días como de bodas. Dicen que por las tabernas él había
jurado que "ésa no me pesca". Regresaron a las aldeas de Iznájar. Los
padres de Ana María aceptaron el reingreso de la hija y la convivencia de
ambos. Unas noches en Ventorros, otra en Fuente del Conde, diez kilómetros de
carretera y sierra en medio. El tendero quiso fijarlos. Habló de boda. Prometió
un piso allí, en lo que ahora es cochera. Se echaron los dichos. Y el cura de
Iznájar marcó la hora: las diez de la mañana del día 20 de marzo. Pero no
llegaron.
Muerta y amortajada de yerbas y flores Ana María, acaso después de horas de
lucha contra la depresión y la locura, Juan se descalzó el pie derecho. Se
sentó junto a su desposada. Con el calcetín puesto maniobró con el dedo gordo
en el gatillo de la repetidora, cuyo cañón se apoyaba bajo la barbilla. Y con
él disparó. Quedó paralelo a Ana María, sobre la misma tierra donde viven los
suicidas."